3 de noviembre de 2018

El cementerio en San Andrés


Cumpliendo el plazo impuesto por el Gobierno Político de Extremadura, Trujillo bendijo su cementerio provisional el 18 de octubre de 1820. Desde Badajoz, Álvaro Gómez Becerra, el Jefe Político de la región, había ordenado el día 2 de dicho mes al ayuntamiento trujillano que “en el término preciso de quince días se habilite un cementerio provisional mientras se constituye el permanente y cesen los enterramientos en las iglesias, dando cuenta de haberse egecutado”.
Recibida la orden, en sesión extraordinaria el ayuntamiento de la ciudad se dispuso a cumplirla. El lugar estaba elegido. La opinión de los médicos era unánime y tan solo faltaba cerrar la compra del terreno (el arruinado convento de la Magdalena) con su propietario, el convento de religiosas de San Miguel, poner una puerta a la cerca y bendecir el lugar. Era 7 de octubre y el tiempo apremiaba.
Pero todo cambia al día siguiente. Ese día, a las cuatro de la tarde, y presidida por el alcalde primero, Lesmes Bravo, se celebra Junta con los curas párrocos. Acuden don Tomás Martín de Prado, vicario eclesiástico y cura de la parroquia de Santa María la mayor, don Felipe Tomás Recio, párroco de San Martín, don Andrés Holguín, de Santo Domingo, don José Moreno y Acevedo, de Santiago, don Rodrigo Vivar, encargado de la de San Andrés, y don Marcos Casas, cura propio de la iglesia de San José, en Huertas de Ánimas. Todos ellos son parte interesada pues las rentas de sus parroquias habrían de costear gran parte de las obras necesarias para establecer el nuevo cementerio. Pero no sería en el convento de la Magdalena. No es ese el sitio que propone el ayuntamiento. El alcalde Bravo les da a conocer la nueva opinión del médico Ramón González Trejo, quien ahora juzgaba más adecuado como emplazamiento del cementerio la parroquia arruinada de San Andrés y su terreno contiguo. El cementerio provisional “en el pabimento de dicha iglesia, y cerrado el terreno contiguo puede establecerse el permanente”, elección que ratifican los miembros de la comisión que ese día se nombra para reconocer el terreno:
“Hemos reconocido el terreno que ocupa la parroquia destruida de San Andrés y su circunferencia y hallamos que el pabimento que ocupaba la iglesia es muy a propósito para el Cementerio Provisional, y cerrando el terreno contiguo es muy capaz para el permanente y con menos dispendio”.
Del mismo modo se expresan los médicos titulares de la ciudad a quienes el alcalde pidió que certificasen que la elección era la correcta y que el lugar reunía las condiciones adecuadas para tal instalación.
Portada de la antigua iglesia de San Andrés.
Cementerio de la Vera Cruz
“Los infrascriptos, médicos titulares certifican que el terreno que ocupan las ruinas de la parroquia que fue de San Andrés y sus circunferencias es muy apropósito para la construcción del cementerio, sin causar perjuicio a la salud pública, tanto por estar situada entre el poniente y norte, quanto por hallarse bastante distante de la población y rodeado de paredones muy altos. Es quanto, en obsequio de la verdad, podemos certificar”.  
Decidido el lugar, los maestros alarifes, José Martínez Dupaso y Agustín Bazaga, reciben el encargo de tasar las obras consideradas indispensables para la construcción del cementerio en el sitio señalado (pared, bóveda, tejado y “seis panteones cómodos y proporcionados”), la limpieza y el aseo del pavimento de la iglesia destruida, mientras que el maestro carpintero Pedro Blázquez debería cuantificar el coste de la madera para el retablo para la capilla, marco del frontal, una mesa con cajón para colocar los ornamentos “y el maderamiento de la que fue capilla mayor, como igualmente las puertas de berjas que han de colocarse en la entrada del cementerio”.
Solo quedaba notificar a párrocos y conventos de religiosos la orden de cesar los enterramientos en sus recintos y, por supuesto, proceder a bendecir el nuevo Campo Santo. Y así, un 18 de octubre de 1820, la iglesia de San Andrés, arruinada en la cercana guerra contra los franceses, se convertía en la capilla del provisional y definitivo cementerio de la ciudad.


1820, octubre 18. Trujillo

Certificación de bendición del cementerio
El infrascripto escrivano de este número y secretario del Ayuntamiento Constitucional, certifico: Que en  este día de la fecha, por el señor don Tomás Martín de Prado, vicario juez eclesiástico de esta ciudad y su vicaría, a presencia del señor alcalde primero, de mí dicho escrivano y de otras varias personas que concurrieron, bendixo según el ceremonial de la iglesia el cementerio provisional establecido en la iglesia arruinada de San Andrés, de todo lo qual doy fe y lo firmo de mandato judicial en Trugillo a diez y ocho de octubre de mil ochocientos veinte.

José Cecilio Bernet y García (rúbrica)

(Archivo Municipal de Trujillo. Legajo 564.2.)

Interior de la antigua iglesia de San Andrés. 
Cementerio de la Vera Cruz


20 de julio de 2018

1580, el año del gran catarro: ... y langostas

Acompañando a la guerra y la enfermedad, como plaga bíblica, los campos trujillanos se cubrieron de langosta en 1580. Nada nuevo en esta tierra en la que ese “animalejo infecto”, “plaga y açote de Dios por los pecados de los hombres” (como lo define Sebastián de Covarrubias) parece ser una constante a lo largo de siglos. No hay acta del concejo que no preste atención a su presencia, que no contenga las medidas que de una u otra índole se aplican en su extinción, que no intente remediar los daños causados en la tierra trujillana. Y ello se acentúa cuando el calor aprieta, cuando la lluvia escasea y la cosecha se presume corta. La langosta acaba con “los panes e yerbas de las dehesas y las viñas y legunbres” y Trujillo ha de buscar fuera el trigo que aquí escasea.
Agustín Salido y Estrada. La Langosta. 1874.
Biblioteca Digital Hispánica
Los años anteriores fueron también años de “lagostas” o “lagostos” (como así se mencionan en las fuentes) y 1580 no iba a ser menos. Porque la simiente estaba ahí, en los campos de la comarca, dispuesta a eclosionar y saciar su voraz apetito. De nada había servido el clérigo que desde La Roca de la Sierra (entonces El Zángano), tierra de Cáceres, había acudido en 1579 a Trujillo para “santiguar” la langosta. La plaga estaba de nuevo dispuesta a actuar. Como una rueda constante, en un constante repetir, el regimiento trujillano pondrá en marcha, el “año del gran catarro”, las medidas que una y otra vez ya habían tomado otros años. Al llegar la primavera la simiente está dispuesta y es buen momento para actuar. Es necesario dar muerte a la langosta e implorar la ayuda divina en tan importante asunto.
En abril de 1580, cuando Trujillo apresta hombres y busca armas para la jornada de Portugal, el concejo toma las primeras medidas del año contra la langosta.


1580, abril 15. Trujillo.

     Que salgan a matar lagostos. Este día se trató de la mucha cantidad que ay de lagostos en el término desta çibdad y se entiende el peligro e daño que suelen hazer en los panes que los destruyen y conviene con mucha brevedad se procure el remedio para los matar y para ello se acordó que se pregone que todos los veçinos de esta çibdad e su tierra den una persona que salga un día a matar los dichos langostos y lleven sávanas y otros adereços para los matar y que con la gente que saliese cada día salga un regidor deste ayuntamiento por su antigüedad y salgan a las partes que más neçesario sea y que el veçino que no saliere o diere persona, que a su costa se pueda proveher un honbre que vaya a lo suso dicho y que el primero día salgan los señores Juan de Herrera y Garçia Rodríguez y por su antigüedad los demás regidores y que los regidores que salieren por su çédula lleven a dos o tres arrovas de vino para la gente.
Misas por los lagostos. Este día se cometió al señor Melchor Gonçález que haga dezir nueve misas en San Françisco y otras nueve misas en nuestra señora de la Encarnaçión al bendito San Gregorio Nazanzeno por que nuestro Señor se sirva de quitar esta plaga de los lagostos.
(Archivo Municipal de Trujillo. Legajo 43, fol. 332v.)

No ha terminado el mes de abril y de nuevo el concejo debe actuar por “la muchedumbre que ay de los lagostos en esta tierra y el mucho daño que harán”. No una, sino dos personas por cada vecino, serán las que habrán de acudir para atajar la plaga y medio real será lo que pague el concejo por cada celemín de langostas que se presente ante ellos. También, como otros años, se abren las tierras de la ciudad y su término a los puercospara que coman los dichos lagostos”. Y, aunque su labor el año anterior no pareció ser muy efectiva, vuelve a reclamarse la presencia del clérigo que, a lomos de una mula, recorrerá los campos con sus exorcismos.


1580, mayo 9. Trujillo.

Exorzismos de lagostos. Este día se trató de cómo el señor Garçi Ramiro enbió por un clérigo del lugar del Zángano para que hiziese exorzismos contra los lagostos y de cómo el dicho clérigo está aquí. Cometiose a los señores Garçi Ramiro e Melchor Gonçález que traten con el dicho clérigo lo que sea bien que esta çibdad le de por su trabajo y conçertaron que se le den treynta ducados por el tienpo que se ocupare, que será de aquí a el jueves en todo el día y saldrá oy e mañana martes y miércoles y jueves a hazer los dichos exorzismos por lo que se le mandó librar los dichos treynta ducados.
(Archivo Municipal de Trujillo. Legajo 43, fol. 338v.)

Pero nada parece ser efectivo y las cosechas se resienten. Y ese año es necesario buscar trigo como busca Trujillo pólvora, arcabuces o picas. Nada vuelve a decirse de la langosta en el verano de ese año, si no es para pedir al rey que conceda licencia para cargar a los propios los gastos de la ciudad para exterminar la plaga, cuatrocientos ducados que Felipe II, desde Badajoz, autoriza a gastar, aunque bien gastados están ya.
Si seguimos las actas del concejo de los años siguientes, poco o nada va a cambiar: en 1581, la fuente de la Añora se cubre de lienzos bastos para evitar que las langostas caigan a ella e impidan beber de sus aguas; se prohibe la pesca y venta de peces de los ríos de la comarca   -“por causa de los muchos lagostos que ovo este año y murieron en los ríos y que ay muy poca agua y se entiende que los peçes son muy dañosos para la salud”- y se busca el amparo real para poder arar las tierras y dehesas en que las langostas “desobaron y dexaron la simiente”. Buscando la ayuda divina, el concejo de Trujillo mandará realizar al escultor Juan de la Fuente “un santo de madera a imitaçión de San Gregorio Nazanzeno para que esta çin﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽azanzeno para que esta a, a quien se comete haga hazer de madera a imitaçienta. que se puedan arar las tierras y dehesçibdad le ponga y lleve en proçesión a una de las ermitas de esta çibdad para que sea abogado contra la lagosta y esta çibdad le hará voto para que ynterçeda con Nuestro Señor por el remedio de la dicha lagosta”, y enterado de que Plasencia usaba el agua de San Gregorio traida de Sorlada, “que dizen estar tocada a los huesos del dicho San Gregorio Nazanzeno”, acude a Navarra en busca del remedio a los males de sus campos.
Agustín Salido y Estrada. La Langosta. 1874. Pág. 281. Biblioteca Digital Hispánica
Junto a libros de actas, pleitos, deslindes, cuentas y documentos reales, el archivo de Trujillo guardó, desde 1582, “dos tinajas de cobre de a dos arrobas cada una para tener el agua de señor San Gregorio y una tinaja de barro para tener el agua bendita”. Remedio santo contra el “animalejo infecto”.

3 de junio de 2018

1580, el año del gran catarro: ...guerra...


“Bien creo deveis tener entendido el notorio derecho e açión que yo tengo a la suçesión de los reynos de la Corona de Portugal después de los días del serenísimo rey don Enrique, mi muy caro y muy amado tío, que aya gloria, como pariente más propinquo varón y de más días que ninguno de los otros pretensores”
Con estas palabras, Felipe II comunicaba a la ciudad de Trujillo, en febrero de 1580, su decisión de hacer valer los derechos que creía tener a ocupar el trono portugués. Muerto el rey don Sebastián en Alcazarquivir en 1578, y jurado como rey el infante cardenal don Enrique, la corte española había puesto en marcha desde aquel momento toda su maquinaria diplomática. Era necesario recabar apoyos al candidato castellano como sucesor de un rey, don Enrique, cuya avanzada edad y achaques hacían suponer que tendría un corto reinado.
Con mejores y más justos títulos se creía el rey don Felipe que el resto de pretendientes (Catalina, duquesa de Braganza, , Manuel Filiberto de Saboya, Ranuccio Farnesio y el prior de Crato, don Antonio) a suceder a Enrique I de Portugal cuando la muerte de éste, en enero de 1580, dejó vacante la corona portuguesa sin heredero designado.

Y si la diplomacia no fuera efectiva, las armas le darían la razón. En Italia estaban listos tercios y galeras para marchar a la península y aquí la Corona se aprestaba a ultimar los detalles de una jornada que habría de llevar a Felipe a coronarse como rey luso.
Antonio Moro. Felipe II en la Jornada de San Quintín.
1560. El Escorial.
Primero fue necesario acercarse a la frontera: “e acordado de acudir y asistir a ello en persona y partir de aquí dentro de muy pocos días para el monesterio de Nuestra Señora de Guadalupe con yntençión de pasar adelante y hazer todo lo demás que sea neçesario”. Era igualmente preciso contar con el apoyo de señores y ciudades y no esperaba menos el rey Felipe de la de Trujillo: “teniendo por çierto que esa çiudad nos servirá con la voluntad que sienpre lo ha hecho en todo lo que se a ofresçido y como yo confío de tan buenos y leales vasallos”.
Comenzaba con esta carta de 15 de febrero de 1580 un año agitado para el concejo de Trujillo que habría de aprestarse a servir a su rey y atender a quienes por ella pasasen camino de la frontera.
Porque era seguro que a no tardar llegarían peticiones de hombres y armas y la ciudad habría de estar en condiciones de atender tales demandas.
Por ello, el corregidor Morillas ordenó que su alguacil mayor, junto con los regidores Juan de Hinojosa y Francisco Altamirano de Vargas, hiciesen registro de las armas que poseía la ciudad y confeccionasen la lista de los hombres que, con edades de entre 20 y 50 años, pudiesen ser llamados a combatir por el rey.
No conocemos la lista realizada, pero sí los resultados sobre el registro de armas: no las hay en la ciudad y es urgente conseguirlas. El mercado de Sevilla pareció una buena opción y allí se buscaron. Quinientos arcabuces y otras tantas picas fue el encargo.
No tardaron en llegar a Trujillo mandatos reales reclamando hombres. El día 9 de marzo de 1580, un criado del duque de Alburquerque presentaba ante el concejo una carta sellada del rey. En ella reiteraba a la ciudad su intención de reclamar el trono portugués, daba cuenta de los apoyos obtenidos en las cortes de aquel reino (el estado eclesiástico y la nobleza) y, por si “el negoçio viniese a neçesidad de armas”, les hacía conocer su orden de que las fronteras fueran guardadas por distritos, confiando estos a “las personas que están más çerca della”. Uno de tales distritos, en tierras extremeñas, estaría bajo el mando del duque de Alburquerque, con control sobre las villas y lugares de su ducado, Valencia de Alcántara, Alcántara y las tierras de Brozas y Garrovillas. Bajo sus órdenes se pone a Trujillo y en su ayuda habría de acudir la ciudad cuando el duque lo pidiese con las tropas que pudiese enviar.
Llamados a cabildo ese mismo día los principales de la ciudad (los dos Luis de Chaves, Sancho de Carvajal, Gómez de Solís, Sancho de Sanabria y Gonzalo de Tapia, “caballeros de edad y esperiençia”), decidieron con los regidores la cuantía de su ofrecimiento al rey: doscientos infantes y cuarenta jinetes que podrían estar listos y armados para partir en cuarenta días. Es todo lo que puede ofrecer Trujillo.
Hombres, armas y caballos. Y para todo ello, dinero. Tres mil ducados que saldrían de las rentas de la ciudad y cuyo primer destino son las armas. El regidor García Ramiro Corajo sería el encargado de buscarlas y para ello se le ordena partir con brevedad a Sevilla llevando 2.000 ducados que habría de emplear en adquirir 500 arcabuces, 500 picas, 50 lanzas, 50 coseletes y celadas y todos “sus adereços para armar la gente desta çiudad y su tierra”.  
Los caballos habrían de estar igualmente estar listos. Caballeros y vecinos con hacienda serían quienes deberían aportarlos y si no los tuviesen adquirirlos
“todos los veçinos desta çibdad y su tierra que tuvieren hazienda hasta en quantía de dos mil ducados que tengan y conpren cavallos, cada veçino de la dicha haçienda un cavallo, y los que tuvieren hazienda en quantía de mil ducados tengan entre dos veçinos un cavallo”.
Puesta en marcha la maquinaria por el corregidor Morillas, las disposiciones para responder al duque de Alburquerque parecen dar pronto sus frutos. Se tiene el dinero, se han encargado las armas y todo está listo para hacer el repartimiento de los 200 soldados que ha ofrecido Trujillo. Pero no solo Trujillo. También la tierra de ella dependiente está obligada a contribuir, así como las villas que a lo largo de ese siglo XVI se han desligado de la jurisdicción trujillana.
La ciudad, con las Huertas y Aldea del Obispo, aportarían 40 infantes, Logrosán 24; las villas de Berzocana, Garciaz y Cañamero 22 infantes cada una; Santa Cruz 15, Abertura y Escurial 10 cada lugar; Orellana la Vieja aportó 6; Herguijuela y Zorita 5; a Búrdalo (Villamesías) e Ibahernando les correspondieron 4 infantes;  Madrigalejo y La Cumbre contribuyeron con 4; Acedera y Navalvillar con 3; La Zarza (Conquista), Alcollarín, El Campo (Campolugar), Robledillo y Plasenzuela con 2 infantes, y los lugares menos poblados debieron contribuir con un único soldado: Aldea del Pastor (Santa Ana), Ruanes, Tollecillas, Madroñera, Santa Marta y Orellana de la Sierra. En total, 223 hombres en previsión de tener que suplir a alguno de los que acudiesen. A todos los lugares se les ordenó que mandaran el doble de los soldados que les cupo en el reparto “de los más sanos, ábiles y diligentes que obiere y los enbíen a esta çibdad los conçejos para que se escojan y alisten los que más pareçiere que conviene”.
Más corto fue el reparto de los cuarenta jinetes que ofreció Trujillo. Treinta de ellos serían de la propia ciudad, dos vendrían de Logrosán, de Berzocana, de Cañamero y de Garciaz y los lugares de Santa Cruz y Madrigalejo habrían de enviar un jinete.
Resulta curioso comprobar quienes hubieron de aportar caballos para acudir a la guerra. Ni uno solo de los caballeros de la ciudad aparece en la lista recogida por el escribano. Mercader, platero, boticario o sastre son algunos de los oficios de quienes, por su hacienda, debieron contribuir con lanza, adarga, caballo y jinete que lo montase
“A todos los quales su merçed del señor corregidor mandó que se les notifique se aperçiban y tengan cada uno su cavallo dentro de quinze días primeros siguientes y los registren ante su merçed so pena de perdimiento de la mitad de sus bienes y que a su costa se conprarán los dichos cavallos”
Tiziano. Fernando Álvarez de Toledo,
III Duque de Alba. Fundación Casa de Alba.
El día 14 de marzo todo estaba ya dispuesto. Hombres repartidos, caballos asignados, armas encargadas y dineros listos. Trujillo podría aportar lo ofrecido al rey para la empresa portuguesa que se ponía en marcha. El rey estaba en camino hacia Guadalupe y el duque de Alba –“que ba por general de la guerra para Portugal”- dormía el día 19 en Torreaguda, cercana a Trujillo, acudiendo a visitarle el corregidor Morillas y los regidores Hernando de Orellana y Rodrigo de Orellana.

Ya en Guadalupe, el monarca continúa comunicando instrucciones a Trujillo. Acepta el ofrecimiento de la ciudad de hombres y caballos, remite a Trujillo al Consejo de Castilla  para solicitar facultad para sacar de los propios los gastos de la guerra, advierte que los soldados habrán de llevar mantenimientos, a costa de la ciudad,  para 25 días, que de cada 100 soldados 40 habrán de ser piqueros y 60 arcabuceros, les hace saber que Francisco de Álava, capitán general de artillería, les venderá 12 quintales de pólvora y pide a la ciudad los nombres de tres o cuatro personas para elegir capitanes
“que sean práticas y que ayan sido soldados y si ser pudiere que ayan estado en Ytalia, poniendo en la partida de cada uno la calidad prática y esperiençia que tuviere y dónde a estado y a servido y en qué para que mandemos elegir”
Cuatro serán los caballeros cuyos nombres son propuestos al monarca para capitanes de la gente de guerra de la ciudad: Francisco Altamirano de Vargas, regidor, y Diego de Orellana de Chaves, candidatos a mandar la gente de infantería, y los regidores Rodrigo de Orellana y Álvaro Pizarro, entre los que debería elegirse a quien mandaría la gente de a caballo.
Abril comienza y Trujillo sigue sin armas. En Sevilla no se encontraron y la ciudad habrá de buscarlas aún más lejos. Guipúzcoa, allá en reino de Vizcaya, es el destino del regidor Antonio de Tapia quien, a pesar de sus protestas, recibe la orden del corregidor de marchar para realizar la compra de arcabuces, picas, coseletes, celadas y pólvora.
Aunque se prepara para la guerra, Trujillo no descuidó los detalles  exteriores de la tropa que mandaría a luchar y “para que mejor se pueda conprar y menos preçio, se acordó que se vaya a Toledo a conprar las cosas siguientes.
Quatro caxas de atanbor de nogal muy buenas.
Para una vandera, quinze varas de tafetán azul turquesado y otras quinze varas de tafetán blanco y seys varas de tafetán colorado y que sea sin orillas de otro color.
Para el estandarte de los ginetes, vara y media de damasco turquesado y vara y media de damasco blanco.
Dos hierros de la vandera y estandarte dorados.
Siete onzas de hilo de plata de Milán para la labor del estandarte y media libra de seda azul y media libra de seda blanca para coser el estandarte y cordones y para la vandera.
 Dos tronpetas italianas y un pífano”.
Azul y blanco, los colores de la ciudad.
Cuando todo parece ya cerrado, Beltrán de la Cueva y Castilla, duque de Alburquerque, reclama a la ciudad el envío de 100 hombres más, exigiendo 300 infantes, cantidad que acepta el corregidor pero no la mayor parte de los regidores. La ciudad está endeudada y pobre, está gastando en una guerra aún no iniciada los recursos que pensaba destinar a la compra de trigo en un año de carestía, ofreció el mayor número de soldados que podía soportar... todos son argumentos que rechaza el rey, que ordena “estén aperçebidos trezientos arcabuzeros, procuraréis que lo hagan en el dicho número”.  
Mosquetero, piquero, arcabucero. 1633. Colección Vinkhuijzen
de uniformes militares. 1910. Biblioteca Pública de Nueva York
Cúmplase pues.
Pasa abril y comienza mayo.  El rey está en Mérida, el duque de Alba parte de Llerena a Badajoz y por Trujillo pasan las tropas que se reúnen en la frontera. Las de Trujillo habrán de estar listas para el segundo día de Pascua. El 23 de abril deberían acudir de las villas y aldeas sus alcaldes y regidores con los soldados asignados para que el capitán nombrado por el rey, don Francisco Altamirano de Vargas, escoja los mejores hombres.
Pasa la Pascua, pasa mayo y Trujillo sigue esperando. El rey está en Badajoz y llega junio. El duque de Alburquerque sigue escribiendo. La gente de a pie y de a caballo debía estar lista para partir a su llamada. Habría de llevar pólvora, cuerda y plomo. De nuevo se avisa a los lugares de la tierra. Se despachan correos y se les pide acudir para el domingo 19 de mayo.
¿Está todo listo? ¿Falta algo?.  Los jinetes no tienen adargas, les faltan escudos. El 13 de junio se busca persona que con rapidez y dineros se acerque a Córdoba a comprarlas. Las picas están sin hierros y es necesario que Pedro Figueroa, armero, repare algunos arcabuces. Los soldados elegidos en la ciudad esperan y algunos desesperan y solo el castigo les puede disuadir de la huida. Acabando junio, en la plaza de Trujillo el carpintero Pedro Alonso levanta una garrucha en la que dar tormento a quienes pretendan escapar.

En Badajoz, en la dehesa de Cantillana, ante el rey y la reina, han desfilado las tropas que participarán en la conquista de Portugal y el duque de Alba ha atravesado la frontera. El 1 de julio se toma Estremoz y los soldados de Trujillo aún no han sido llamados.
Por fin, el 5 de julio, una carta del duque de Alburquerque  reclamó a los trujillanos. Habrían de estar en Valencia de Alcántara el 11 de ese mes. Después de tanto esperar, aún quedaba mucho por hacer. Habían de llegar los soldados de las villas y lugares. Era necesario ajustar los salarios que cobrarían. Faltaban por llegar las comisiones para los capitanes. Había caballos pero faltaban jinetes. Se debía comprar trigo en Brozas para el suministro de los soldados camino de Valencia de Alcántara. Habían de hacerse, de paño azul, los trajes para trompetas y tambores, se tenía que bendecir la bandera...
Lo que se inició en febrero parecía culminarse en julio. El día 15 de dicho mes se ponía en marcha la infantería camino de la frontera, “armados e basteçidos de comida por el tienpo que el duque de Alburquerque a mandado”. Mientras, se exigía de quienes habían de proveer de caballos, lo hicieran también de jinetes, fueran ellos u otros, y se suplía con un caballo de la ciudad el animal muerto de Francisco y Diego del Saz.
Pocos días después, los cuarenta jinetes y dos trompetas, bajo el mando de su capitán, Rodrigo de Orellana, partían orgullos para Valencia de Alcántara.
¿La guerra?. Poco nos podrían haber contado quienes a ella fueron desde Trujillo.
Las tropas en Cantillana. Sala de Batallas. El Escorial.
En la sesión del concejo del día 3 de agosto se lee una carta del duque de Alburquerque. Quien la trae es el capitán Francisco Altamirano de Vargas, de vuelta en la ciudad con su compañía
“Ilustres señores
Esta mañana tuve un despacho de Su Magestad en que manda que por çiertas causas que ay, dé orden en que la jente que está junta se buelva a sus casas y asta tanto que otra cosa mande. Y así he ordenado al capitán Altamirano de Vargas parta con su conpañía la qual jente mandarán vuestras merçedes que se esté como antes, alistada y armada por si fuere menester que Su Magestad mandare otra cosa. E sentido mucho se ayan ydo tan presto por ser tan buena jente y los ofiçiales tan onrados. Nuestro Señor guarde las ylustres personas de vuestras merçedes. De Valençia de Alcántara a 29 de julio 1580 años. A serviçio de vuestras merçedes. El duque de Albuquerque. A los ilustres señores los señores justiçia e regimiento de la çiudad de Trugillo.”
Campaña rápida. Infantes y jinetes de vuelta en casa pero sin licencia posible: “que se esté como antes, alistada y armada”.  Un coste importante para las arcas y un auténtico problema en la ciudad que no está dispuesta a asumir. Se devuelven los caballos a sus dueños, se despide a los soldados tras darles un mes de sus pagas, se recogen lanzas y adargas, la bandera de la infantería, el estandarte de la caballería, las trompetas y los tambores, los arcabuces y las picas.
Y así pasó un verano que acabó en muerte y enfermedad. Quizás llegó de la feria de Guadalupe, pero el gran catarro se asentó en una ciudad en la que la guerra era la menor de sus preocupaciones y ya parecía lejana.
Hasta octubre. Otra vez una carta del duque de Alburquerque hace congregarse en las salas del ayuntamiento al concejo junto a caballeros de la ciudad.
“Ilustres señores
Oy martes a veynte y siete deste reçebí una carta de Su Magestad, su fecha a veynte y seys en que me manda que con mucho cuydado y diligençia aperiba﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ de Su Magestad, su fecha a veynte y seys en que me manda que con mucho cuydado y diligençiaarro de Torres, G en las pçiba y haga poner en orden la jente de los lugares de mi distrito para cunplir con lo que Su Magestad manda. Ordeno a vuestras merçedes que luego que reçiban esta carta pongan en orden el número de jente que vino la vez pasada y probean de bastimentos y muniçiones y me avisen luego quando podrá partir la jente avisando yo de ello pues Su Magestad manda que sea con mucha brevedad en lo que aquí digo no aya descuydo ni remisión porque es negoçio de ynportançia”.
Parecía que todo volviera a empezar y, dado lo ya vivido, la ciudad prefiere ser prudente. Era necesario asegurar las órdenes y hacer llegar a la corte la situación en que Trujillo se encontraba. El rey debía conocerla y algún regidor marchar a Badajoz para hacer saber “la falta de jente de esta çibdad y su tierra por las enfermedades y muertes que a avido”. Sería muy difícil ahora “juntar la jente y que se aperçiba y parta con brevedad”, aunque el corregidor pide a los hijos de Pedro Cornejo que toquen los tambores de la infantería “para que los soldados se aperçiban y estén a punto”.
Pero parte de esos soldados han muerto o están enfermos y es tiempo de sementera. Juntar la gente ahora sería perder la cosecha y la tierra de Trujillo no se lo podía permitir. La ciudad suplicó al corregidor que aguardase a la consulta, que esperase la respuesta del rey a las súplicas de Trujillo y que no respondiese a las peticiones del conde de Alburquerque.
Batalla de Alcántara. 25 de agosto de 1580.
Biblioteca Nacional de Portugal
Hicieron bien en esperar, porque desde Badajoz llegaron otras órdenes. El propio rey escribía a Trujillo el 16 de octubre haciéndole saber “que yo e acordado de entrar por mi persona en Portugal por convenir así al bien de los negoçios de aquel reyno... conviniendo que lo haga con buen número de gente”. Ciudades, villas y obispos habrían de acudir con la mitad de lo que ofrecieron para la campaña de Portugal,  “pagada y proveyda de bastimentos hasta esta çibdad de Badajoz”, ciudad desde la que la propia Corona se haría cargo de su paga y mantenimiento. 
Trujillo debería pues acudir a Badajoz con 100 infantes y 20 jinetes, la mitad de lo ofrecido en los inicios de la campaña y no de lo exigido con posterioridad. Deberían estar en la frontera el 10 de noviembre, “pues siendo tan poco número de jente el que os cabe y tan poco el gasto, lo podréys hazer más presto”, dice el monarca.
Vuelta a empezar. De nuevo había que reunir a la gente de la ciudad y de villas y aldeas que habría de marchar, nombrar un capitán (pues siendo tan poca tropa, bastaría un único mando, don Rodrigo de Orellana, que llevaría doble sueldo) y repartir las armas. Y como escasean los jinetes, buscarlos fuera
“Este día se cometió al señor Hernando de Orellana que despache mensajero a Villanueva y Medellín y Montánchez a hazer pregonar que los soldados que quisieren venir por ginetes a la conpañía de esta çibdad se les dará sueldo a çiento y çinquenta reales cada mes y cavallo en que vaya y lança y adarga y una ropilla azul”.
Porque ahora las tropas no van a la frontera, acuden ante el rey y los soldados de Trujillo han de causar buena impresión
“se acordó que por quanto los dichos infantes an de yr a paresçer delante de Su Magestad, esta çibdad los vista de casacas y greguescos y medias de un paño azul bajo”. 
La compra del paño azul para vestir a los soldados, se mezclará en Trujillo con la compra de paños negros para lobas y capirotes de los lutos por la reina.
Tras la muerte de su esposa, ¿seguiría el rey con su idea de marchar a Portugal? ¿se necesitaría a la gente de Trujillo en Badajoz para el 10 de noviembre?. Un correo de la ciudad marcha a la corte para saber si hay nuevas órdenes y nuevas fechas, mientras todo se ultima en Trujillo.
Un real cada día recibieron los soldados que se iban juntando en la ciudad para sus alimentos, aunque su concejo se sintió engañado cuando vio acudir a quienes se mandaba desde villas y aldeas
“an enbiado los soldados que les cupieron los quales, abiendo de enbiar jente abil y sufiçiente y bien tratados, lo qual no an hecho, antes los an enbiado los más pobres y rotos y algunos con pellejos y ábito de pastores (...) enbiaron los dichos soldados rotos y maltratados, dexando los parientes de los alcaldes y regidores y gente rica y no señalando alguno de ellos”
Pero el tiempo apremiaba y ya habría momento de exigir castigos: “que esta çibdad por agora dé a los soldados las ropillas y greguescos y medias calças y monteras”, pidiendo después a sus lugares los 36 reales que costó cada uniforme.
Todo listo para partir y hacia Badajoz marchan. No sabemos hasta dónde llegaron las tropas, pero desde luego no alcanzaron su destino. El día 14 de noviembre el corregidor hacía saber a la ciudad que “se a enbiado a llamar la conpañía y bolverá aquí oy o mañana”. La razón de tal regreso era la carta recibida del secretario del rey, Juan Delgado, del Consejo de Guerra. En ella le hacía saber la orden real de que la gente de guerra no partiese de Trujillo, que se despidiese a la infantería y la caballería permaneciese a punto para cuando fuese llamada.
Escudo de Felipe II con las armas de Portugal. El Escorial
De nuevo se recogieron arcabuces y vestidos y los soldados de infantería volvieron otra vez a sus casas y pueblos “hasta tanto otra cosa se les ordene”. Los de a caballo tardaron algo más. Primero se despidió a los más jóvenes “y flacos”, se devolvieron los caballos a sus dueños (“para que los den de comer y los tengan bien tratados”) y se asignaron real y medio diario a cada jinete para su sustento pues ya no recibirían salario.

Así estuvo la ciudad –esperando nuevas desde Badajoz- hasta diciembre. El día 12, Rodrigo de Orellana hacía saber a justicia y regidores lo que sabía de la corte. Caballeros amigos le aseguraban por cartas que el rey ya estaba en Portugal (había iniciado el camino el día cinco hacia Elvas, con escaso séquito) y que no se pedirían nuevas tropas. No parecía que fuera a ser necesaria ya la caballería trujillana. Podría despedirse y acabar el asunto de la guerra.
Llegó el nuevo año, 1581, y Trujillo seguía recogiendo lanzas, adargas y arcabuces. Durante ese año, la ciudad vendió en el mercado todo aquello que no pudiera usarse en un nuevo conflicto. En enero
“Que se vendan las ropillas de soldados. Acordose que el señor Melchior Gonçález haga vender el jueves las ropillas y greguescos y medias de los soldados que tiene recogidas”
en mayo
“Que se venda pólvora y plomo y muniçión. Este día se acordó que por quanto esta çibdad tiene mucha cantidad de pólvora y plomo y cuerda que conpró y traxo para serbir a Su Magestad y conbiene que se registre la pólvora y plomo y cuerda que hay en los mercaderes y que no entre en esta çibdad cosa alguna de lo suso dicho so pena de lo aber perdido hasta que se aya gastado y bendido lo que esta çibdad tiene y se cometió a el señor liçençiado de Orellana lo haga vender y apregonar”.
y en noviembre
“Que se venda la pólvora. En este ayuntamiento se trató de cómo las muniçiones de pólvora y plomo y cuerda que esta çibdad tiene se dañan por estar añejas, espeçialmente la dicha pólvora e para que se gaste y no se pierda, atento que es cantidad, se acordó que el señor liçençiado Orellana haga vender e venda las dichas muniçiones y ponga una tienda de ellas y a la persona que lo vendiere se le ponga el preçio como la çibdad no pierda y a la persona que lo vendiere le dé lo que a el señor liçençiado de Orellana conçertare por su trabajo. Y por que se gaste la dicha pólvora, se acordó y mandó que en el entre tanto que se vendiere la pólvora de esta çibdad, ninguna persona venda pólvora a preçio ninguno, so pena de seysçientos mrs. aplicados por terçios conforme a las hordenanças de esta çibdad y que se pregone públicamente”.
Tanto trabajo para tan escasa presencia en una campaña, la de Portugal, en la que finalmente sí estuvieron trujillanos. Quizás cansados de tanto esfuerzo, el concejo no puso gran empeño cuando se le reclamaron nuevas tropas. En febrero de 1582 pasa por la ciudad un sargento con orden real de llevar soldados “para aconpañar a Su Magestad desde Yelves a la çibad de Abrantes”. No dicen las actas nada más de ellos. Ni repartimientos, ni sueldos, ni armamento. La ciudad tiene armas, pero son de Trujillo y en su poder quedarán.

1581, febrero 13. Trujillo.
E luego el señor Juan de Herrera dixo que se cunpla la çédula real de su Magestad y se enbía la dicha jente, pero que atento que su Magestad, por su real çédula no manda se enbíen armados y atento a que el sargento que viene por los dichos soldados se llamó a este ayuntamiento y se le procuró si trae ya orden de llevar la jente armada y respondió que no trae orden alguna para que vayan armados los soldados más de lo que Su Magestad manda por su real çédula. Y atento a que por orden y mandado de Su Magestad esta çibdad está armada de los dichos arcabuzes y podría ser que otro día Su Magestad mandase yr la jente de esta çibdad, la qual a de yr armada, que su pareçer es que los arcabuzes de esta çibdad se guarden y no se den a los dichos soldados en tanto que su Magestad no lo mandare y que atento que los dichos soldados an de yr con la persona real de Su Magestad y algunos no estarán bien vestidos y adereçados, que de los vestidos y libreas que esta çibdad hizo para los soldados de esta çibdad se den a los dichos soldados que agora se enbían que más neçesidad tengan de vestidos las dichas libreas que están hechas.
Todos los cavalleros regidores de esta çibdad dixeron lo mismo que a dicho el señor Juan de Herrera.  
(Archivo Municipal de Trujillo. Legajo 43, fol. 412r.)

 Si el gran catarro de 1580 sangró cuerpos y almas, la guerra, en la que Trujillo no participó, hizo lo propio con arcas y caudales.