Estos días muchas personas hemos visitado los cementerios, el lugar donde reposan los restos de nuestros familiares y amigos. Son los cementerios una fuente de memoria familiar y ciudadana, porque muchos de quienes allí descansan tuvieron un lugar destacado en la vida de nuestra ciudad y en defensa y apoyo de sus ciudadanos desde sus puestos de trabajo, humildes o de alta responsabilidad.
El cementerio trujillano guarda parte de la historia de la ciudad, la historia y la memoria de quienes nos antecedieron, de quienes deben ser recordados por lo que aportaron a sus familias y lo que nos aportaron a todos como sociedad. En las lápidas están sus nombres, las pequeñas y grandes historias que ayudan a mantener sus recuerdos, a recordar sus vidas y su tiempo. En ellas están grabados, entre otros muchos, los nombres de Ignacio Guillén Palomar, “Licenciado en Medicina y Cirugía” que fallecía en 1903; el de Joaquín Gómez, “Profesor de Enseñanza Superior”, enterrado en 1886 y al que dos años después se uniría su madre Justa; el de Juan Civantos Rodríguez, “Inspector General Jubilado del Cuerpo de Ingenieros Agrónomos” a quien su esposa e hijos recordaron al fallecer en 1934; el de Manuel Fernández Vildosola, “de estado soltero” fallecido en 1879 con 58 años; el de Antonio Valiente Gil, “Maestro Alarife que fue de esta ciudad”, fallecido en 1907 y enterrado junto a su esposa María Fernández, fallecida dos años después; el de Rufino Benito Romero, “Escribano y notario que fue de la ciudad de Trujillo” y enterrado en 1884 junto a su esposa Isabel Gómez, fallecida en 1888;
el de Gregorio Ildefonso Cidoncha, “Arcipreste que fue de esta ciudad y su partido y cura propio de la Parroquia de Santa María la Mayor de la misma”, sepultado en 1872, “a la edad de 60 años, 4 meses y 12 días”. Éstas y otras muchísimas lápidas nos hablan de trujillanos y trujillanas que vivieron, trabajaron, amaron, sufrieron y murieron en la ciudad, en ella descansan y en ella deben ser recordados y honrados porque en ellos nos reconocemos.
el de Gregorio Ildefonso Cidoncha, “Arcipreste que fue de esta ciudad y su partido y cura propio de la Parroquia de Santa María la Mayor de la misma”, sepultado en 1872, “a la edad de 60 años, 4 meses y 12 días”. Éstas y otras muchísimas lápidas nos hablan de trujillanos y trujillanas que vivieron, trabajaron, amaron, sufrieron y murieron en la ciudad, en ella descansan y en ella deben ser recordados y honrados porque en ellos nos reconocemos.
Aunque el cementerio es un espacio en uso constante, un espacio “vivo” y en permanente renovación, no podemos renunciar a ese patrimonio destruyendo lo en él atesorado desde que en 1820 el concejo trujillano eligiera el enclave de la antigua iglesia de San Andrés como lugar de enterramiento de los difuntos de la ciudad. Debería existir un registro de lo que necesariamente ha de perderse, fotografiarse lo que deberá desaparecer y conservar lo que cultural, social y artísticamente forma parte del patrimonio común de la ciudad, de nuestra memoria colectiva.
En 1950, las fiestas en honor de la Virgen de la Victoria se celebraron en octubre. Como ya acordó el ayuntamiento el año anterior, y a propuesta de la Hermandad de la Virgen de la Victoria, el tercer domingo de ese mes (y no el último como en los años anteriores, por estar cerca de la festividad de Todos los Santos y Difuntos), los trujillanos prepararon sus fiestas y del día 7 al 15 asistieron a la novena en honor a su patrona, que tuvo como predicador al padre Benito Castilla, misionero del Corazón de María.
El sábado 14 hubo gigantes y cabezudos, que salieron tras el “disparo de un trueno de aviso”, alegre repique de campanas y disparo de mortero. Por la tarde, en la plaza, los jóvenes disfrutaron de cucañas y al terminar la novena se cantó en la Plaza Mayor el Himno a la Santísima Virgen acompañado por la Banda Municipal.
Luego, como otros años, esa Banda Municipal ofreció un concierto “de bailables” y la noche terminó con una preciosa “Colección de fuego aéreo” que se repetiría (con el concierto) en la noche siguiente, además de la actuación de la “Orquesta Flores”.
El momento más importante fue el domingo con la fiesta solemne a la que acudiría la corporación con “Autoridades, invitados, heraldos, soldados del siglo XV y Banda Municipal” y en la que la Escolanía del Santísimo Sacramento de Madrid puso la nota musical.
Quienes desearon participar en la carrera “Ciclo-Pedestre” con subida al castillo, debieron hacer la inscripción en la ferretería de Antonio Civantos, en la calle Tiendas 2 o en el Bar “La Parra”. El domingo terminó de nuevo con baile y otra bonita colección de “fuego aéreo” y los trujillanos disfrutaron en las capeas del lunes, martes y miércoles.
Ese año, además, el programa de fiestas incluyó un acto diferente y relevante. La ciudad quería honrar a quien dedicó parte de su vida a cuidar de la memoria de esta ciudad, de su arca. A propuesta del concejal Manuel Gómez-Santana Diz, el ayuntamiento acordó, en la sesión del 25 de noviembre de 1949, saldar la deuda de gratitud que la ciudad tenía con “don Emilio Martínez Montero, al que Trujillo debe la traída de las aguas de Santa Lucía” y con alguien más:
1949, noviembre 25. Trujillo
El otro homenaje que Trujillo debe rendir, es a la memoria del que fue virtuoso sacerdote e infatigable historiador D. Clodoaldo Naranjo, en justa recompensa a sus innumerables trabajos de investigación y entusiasta propagandista de las glorias históricas de nuestra ciudad, en lo que no solo puso su inteligencia y las energías de su juventud, sino sus escasos bienes de humilde sacerdote (...)
Debieran perpetuarse sus memorias dando sus nombres a dos calles, ya que hay algunas que los que ostentan no rememoran pasajes históricos ni perpetúan nombres de personas que hayan contraído méritos para ello, como ocurre con la de Cuatro Esquinas. ¿No pudiera darse a esta calle el nombre de Clodoaldo Naranjo?. Y a las Cruces, arrancando de la esquina de la calle Encarnación, en toda su prolongación por la carretera de Badajoz, puesto que está llamada a ser una gran avenida, ¿no pudiera llamarse Avenida de Emilio Martínez?.
(Archivo Municipal de Trujillo. Legajo 1774.14)
Acogida positivamente por el pleno la propuesta del concejal Gómez-Santana, se iniciaron los trámites administrativos para modificar primero la denominación de la calle Cuatro Esquinas para posteriormente otorgar el nombre de Emilio Martínez Montero a “la calle que partiendo de la carretera de Badajoz, va a plaza del Hotel Bizcocho, paralela y por bajo de la de José Antonio”.
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| Don Clodoaldo Naranjo Alonso |
En el pleno del 12 de mayo de 1950, el alcalde, Julián García de Guadiana Artaloytia, comunicaba la resolución del Director General de Administración Local por la que se aprobaba la petición del ayuntamiento trujillano de cambio de denominación de la calle Cuatro Esquinas.
Pero el cambio no llegó hasta octubre, en las fiestas patronales, quizás para darle el realce que merecía y convertirlo en el homenaje que se pretendía.
El día de la Virgen de la Victoria, tras la misa solemne, la atención se trasladó a otro punto de la ciudad, y así lo recogió el programa de fiestas de ese año.:
“Terminada la fiesta, las autoridades e invitados se dirigirán a la calle Cuatro Esquinas, donde por el señor Alcalde será descubierta la placa que dará el nombre de Clodoaldo Naranjo a dicha calle, en homenaje del que fue entusiasta historiador e infatigable propagandista de las glorias de nuestra Ciudad, continuando la comitiva al Palacio municipal”.
Hoy, una placa nos sigue indicando el nuevo nombre de la calle y pocos recuerdan las Cuatro Esquinas pero también pocos conocen al personaje que dio nombre a este espacio, Clodoaldo Naranjo Alonso (Tejeda de Tiétar,1878-Trujillo,1946).
En el camposanto trujillano, allí donde fue enterrado en mayo de 1946, en el patio que llamaban “de los curas”, una lápida, hoy desaparecida, nos recordaba hasta no hace mucho algunos de los títulos que honraron al sacerdote e historiador que fue don Clodoaldo
“Canónigo honorario de la Santa Basílica Metropolitana de Lima, capellán de honor de la cripta de Francisco Pizarro, Medalla de Oficial de la Orden del Sol de Perú, Caballero Cruz de la Orden de Alfonso X en España, Miembro correspondiente en España del Instituto Peruano de Investigaciones Genealógicas”.
El recuerdo de quien construyó y preservó la memoria colectiva con sus trabajos históricos y su preocupación por el archivo, el arca de la ciudad, se ha borrado del camposanto, eliminando de nuestra memoria el lugar en el que estaba y en el que le honrábamos. De ese modo se irá borrando en nuestra mente su entrega y dedicación a la ciudad y sus vecinos. De ese modo, destruyendo su lápida, se habrá destruido un patrimonio cultural y documental. De ese modo tan sencillo, borrando la memoria y la de otros muchos, nos habremos empobrecido cultural y socialmente.



